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De: F. Isabel Campoy , www.isabelcampoy.com

Hace meses, en una visita a una escuela, se me acercó una niña tímidamente y esperó a que otros delante de ella se hiciesen fotos, pidiesen un autógrafo o hicieran preguntas hasta quedarse a solas conmigo. Ella me miraba con los ojos muy abiertos, pero no decía nada. Tendría unos nueve o diez años. Al ver que tenía un papel en la mano le pregunté si quería un autógrafo y entonces ella me alargó el papel. Yo saqué una pluma, pero me di cuenta que había algo escrito. Lo leí, la miré y se lo devolví con mi dirección electrónica. –Vamos a ser muy buenas amigas–, le dije.

Su corto mensaje de “Me gustan las palabras”, me despertó una sonrisa cómplice, pero también me recordó que a su edad también yo descubrí el secreto que encerraban las palabras y que había personas con quienes podía compartirlo.  Publiqué mi primer cuento en una revista local a los once años. Era un cuento que hablaba del infortunio de un muñeco que prefirió la muerte tras unas horas de libertad, a la eternidad en la seguridad de una nevera. Era un muñeco de nieve, nacido –como yo-en Alicante, una ciudad semi-desértica del sur de España. Yo no conocería la nieve hasta que a los 16 años viajé a Michigan, en los Estados Unidos en un viaje de intercambio estudiantil, pero sí sabía desde bien pequeña, la condena  que encerraba el binomio sol-nieve, y aún más el valor de la palabra libertad.

También recuerdo que aquel cuento se escribió en un libraco enorme de tapas duras que un día trajo mi padre a casa. En sus primeras páginas con una caligrafía impecable había líneas de debe y haber y números en varios colores. Las fechas eran como de libro de historia, al menos cien años anterior a aquel 1957. Mi hermano Diego y yo hicimos un pacto. Él podría tener la parte de delante para sus anotaciones de equipos de fútbol y ganadores de la liga. Yo la de atrás…para lo que quisiera. Afortunadamente Diego solo requería “su parte” los domingos por la tarde, así que el universo de enormes páginas en blanco era todo mío el resto del tiempo.

Pero a la palabra llegué por mi absoluta incompetencia con la aguja. Una de las clases después del recreo en mi escuela elemental era la de costura. Mi maestra comprobó bien pronto mi ineptitud y para evitar el contagio a otras compañeras me puso un libro en las manos, me sentó en su pupitre y me hizo leer, libro tras libro toda la biblioteca infantil del colegio. Yo no solo aprendí a leer pronto, sino que además tenía buena voz y a juicio de mi madre “era muy teatrera”, ingredientes todos básicos en mantener la atención de mi audiencia. Aquellas lecturas me hicieron escritora.

Reconozco, sin embargo, que mi amor por la palabra me viene en línea directa a mi DNA por parte de padre. Lo extraordinario de su tesón por el descubrimiento, caza, captura y diseminación de la palabra estaba basado en su perfeccionismo como traductor del inglés al español y viceversa.  Las paredes de nuestra casa estaban literalmente empapeladas con sus citas de autores, y pensadores en las que se nos invitaba a pensar en el provecho de cada día.  Colgaba palabras en mayúscula que implicaban que había que aprenderlas en siete días, antes de que “caducase su valor” como vocabulario pasivo para pasar a ser activo. Sin embargo las de las listas en minúscula eran las más interesantes… porque nos proporcionaban munición contra la ignorancia de nuestros amigos, y a veces incluso de algunos maestros. Pero necesito reconocer que las palabras que más fielmente me han pertenecido toda la vida, las que me educaron en un mundo ético, son las que se encierran en los refranes y proverbios –TODOS-, que mi madre se sabía y que acertaba a regalarnos a lo largo del día cuando la ocasión lo merecía. Y cualquier ocasión LOS merecía.

Escribir me hacía libre en un país y en unos momentos en que todo estaba prohibido. Estaba prohibido ser quien yo era, decir lo que pensaba, compartir lecturas y poner por escrito un llamado a la rebelión. Y así la página en blanco fue adquiriendo cada vez mayor terreno en mi vida, para descubrir al describir, nuevos mundos, mejores amigos, amantes deseados, flacos enemigos y triunfales victorias sobre la mediocridad de aquella dictadura.

Cuando emigré a los Estados Unidos me dí cuenta de que echaba de menos terriblemente cuanto echaba de más viviendo en mi país de origen, pero sobretodo mi idioma. Acepté voluntariamente el término Latina con el que se me reconocía y me dí cuenta que al igual que lo era para mi, ese término era la nueva identidad de más de cincuenta millones de Hispanos procedentes de 20 países con residencia en Estados Unidos. Ya no éramos ni mejicanos, ni salvadoreños, ni guatemaltecos, éramos Latinos y nuestra cultura debía preservarse para las nuevas generaciones y nuestra lengua debía usarse como símbolo de unidad y de riqueza. Y así empecé a recopilar los proverbios de mi madre. Los cuentos de mi abuela, las canciones de mi infancia, para de ahí pasar a las biografías que me inspiraron intelectualmente, el arte que me educó estéticamente y la poesía que le puso luz al camino por andar.

Hoy, muchos libros más tarde sigo con igual tesón en este camino que es el poner piedra a piedra los cimientos de una nueva cultura, la Latina, en un mundo bilingüe y multicultural. Deseo que cunda el ejemplo y muchos niños se atrevan mañana a escribirme en español, cartas que empiecen diciendo “me gustan las palabras”.

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